Claves para evitar accidentes en el agua

Noticias de Ciencia/Salud: Domingo 13 de diciembre de 2009 Publicado en edición impresa
Para disfrutar sin riesgo de las piletas y los deportes acuáticos
Pediatras elaboraron un documento para prevenir el ahogamiento, que es la segunda causa de muerte en menores de 15 años
Fabiola Czubaj
LA NACION
El calor ya invita a zambullirse en la pileta o a preparar el kayak o la moto acuática para disfrutar del río o del mar. Por eso es muy oportuno tomar algunas precauciones con los chicos y los adolescentes para evitar los accidentes.
Pero ¿cuál es el mejor chaleco salvavidas? ¿Hay que usar casco para andar en moto de agua? ¿Sirve la matronatación para aprender a nadar? ¿Cuándo se considera segura una pileta? ¿Conviene zambullirse en un espejo de agua? ¿Cuándo es seguro llevar un bebe a bordo?
Las respuestas, elaboradas por un grupo de pediatras especializados en prevención de accidentes, ayudan a evitar el ahogamiento, la segunda causa de muerte en los menores de 15 años. "La «noción del peligro», que es un conjunto de percepciones y aprendizajes que resguardan la integridad física, se adquiere a alrededor de los 4 años", precisan los autores del Consenso Nacional de Prevención del Ahogamiento de la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP).
Esa es la mejor edad para empezar con las clases de natación, que suelen ser más efectivas cuando están a cargo de un profesor y no de un familiar. El contacto previo con el agua, como ocurre con la matronatación, "sirve para que el chico tome confianza con el agua y que aprenda a disfrutar y a respetar el agua, pero no para que aprenda a nadar ni a mantenerse a flote; además, puede generar en los padres una falsa sensación de seguridad. Con la primera bocanada de agua que traga un chico, ya no puede gritar ni pedir ayuda", explicó el doctor Carlos Nasta, presidente de la Subcomisión de Prevención de Accidentes de la SAP y redactor del documento.
Junto con él, 38 pediatras revisaron todas las normas nacionales e internacionales para prevenir los factores de riesgo asociados con las actividades en el agua de chicos y de adolescentes. El trabajo reveló una gran desorganización de esas normas. "Existe una gran desinformación y una gran dispersión de la información, que también es ambigua, contradictoria o deformada. Esto es apenas un puntapié fundacional a un documento serio y ordenado."
El chaleco, incluido para los menores de 4 años, se debe comprar según el peso y no la edad de los chicos. Debe mantenerlos a flote, con la cabeza fuera del agua; tener una abertura en el frente, con tres broches de seguridad como mínimo y una correa no extensible, que una la parte delantera y trasera por la ingle con un broche.
Los expertos desaconsejan el uso de brazaletes inflables, colchonetas, cámaras de automóvil o los salvavidas anulares clásicos de las embarcaciones porque "no ofrecen ninguna garantía", ni siquiera en una pileta segura.
En los arroyos, los ríos, las lagunas o el mar, la turbidez, los pozos de agua y la contracorriente actúan como "trampas" para los chicos, ya que facilitan el desplazamiento del cuerpo al sumergirse e impiden reconocer rápidamente signos de agotamiento. Para ingresar en un espejo de aguas oscuras, recién a partir de los 8 o 10 años, un chico debe hacerlo caminado lentamente y de la mano de un adulto. La primera inmersión es conveniente hacerla con zapatillas livianas para evitar lesiones.

Edades adecuadas para navegar
El consenso recomienda no llevar a pequeños de hasta 2 años a bordo de embarcaciones de remo (kayaks, canoas, piraguas o botes), con motor fuera de borda (gomones, motos de agua o lanchas pescadoras) o con velas. A partir de los 2 años, pueden hacerlo, pero con chaleco y junto con un adulto que sepa nadar.
El uso del optimist está permitido a partir de los 8 años, con vigilancia; el kayak y la piragua, desde los 10 años con curso de entrenamiento y chaleco; las motos de agua, a partir de los 16 años, a baja velocidad y con el chaleco puesto. "El uso del casco es polémico -se lee en el documento, que se puede conseguir en la SAP-. Sus ventajas ante un vuelco en el agua son obvias. Su desventaja sería la sofocación por la correa de seguridad y el ahogamiento al llenarse de agua."
Siempre, los expertos recomiendan que el responsable de supervisar las actividades en el agua no se distraiga, tenga visión directa de los chicos y conozca las maniobras de reanimación cardiopulmonar (RCP), que evitan la muerte inminente.

CHICOS ROCIADOS CON PESTICIDAS TRABAJAN COMO BANDERAS HUMANAS.

Quien sabe que se comete un crimen y no lo denuncia es un cómplice

José Martí

El 'mosquito' es una máquina que vuela bajo y 'riega' una nube de plaguicida.

'A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza'.
Gentileza de Arturo Avellaneda arturavellaneda@ msn.com


LOS NIÑOS FUMIGADOS DE LA SOJA

Argentina / Norte de la provincia de Santa Fe

Diario La Capital

Las Petacas, Santa Fe, 29 septiembre 2006

El viejo territorio de La Forestal, la empresa inglesa que arrasó con el quebracho colorado, embolsó millones de libras esterlinas en ganancias, convirtió bosques en desiertos, abandonó decenas de pueblos en el agujero negro de la desocupación y gozó de la complicidad de administraciones nacionales, provinciales y regionales durante más de ochenta años.
Las Petacas se llama el exacto escenario del segundo estado argentino donde los pibes son usados como señales para fumigar.
Chicos que serán rociados con herbicidas y pesticidas mientras trabajan como postes, como banderas humanas y luego serán reemplazados por otros.
'Primero se comienza a fumigar en las esquinas, lo que se llama 'esquinero'.
Después, hay que contar 24 pasos hacia un costado desde el último lugar donde pasó el 'mosquito', desde el punto del medio de la máquina y pararse allí', dice uno de los pibes entre los catorce y dieciséis años de edad.
El 'mosquito' es una máquina que vuela bajo y 'riega' una nube de plaguicida.
Para que el conductor sepa dónde tiene que fumigar, los productores agropecuarios de la zona encontraron una solución económica: chicos de menos de 16 años, se paran con una bandera en el sitio a fumigar..
Los rocían con 'Randap' y a veces '2-4 D' (herbicidas usados sobre todo para cultivar soja). También tiran insecticidas y mata yuyos.
Tienen un olor fuertísimo.

'A veces también ayudamos a cargar el tanque. Cuando hay viento en contra nos da la nube y nos moja toda la cara', describe el niño señal, el pibe que será contaminado, el número que apenas alguien tendrá en cuenta para un módico presupuesto de inversiones en el norte santafesino.
No hay protección de ningún tipo.
Y cuando señalan el campo para que pase el mosquito cobran entre veinte y veinticinco centavos la hectárea y cincuenta centavos cuando el plaguicida se esparce desde un tractor que 'va más lerdo', dice uno de los chicos.
'Con el 'mosquito' hacen 100 o 150 hectáreas por día. Se trabaja con dos banderilleros, uno para la ida y otro para la vuelta. Trabajamos desde que sale el sol hasta la nochecita. A veces nos dan de comer ahí y otras nos traen a casa, depende del productor', agregan los entrevistados.
Uno de los chicos dice que sabe que esos líquidos le puede hacer mal: 'Que tengamos cáncer', ejemplifica. 'Hace tres o cuatro años que trabajamos en esto. En los tiempos de calor hay que aguantárselo al rayo del sol y encima el olor de ese líquido te revienta la cabeza.
A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza', dicen las voces de los pibes envenenados.
-Nos buscan dos productores.
Cada uno tiene su gente, pero algunos no porque usan banderillero satelital.
Hacemos un descanso al mediodía y caminamos 200 hectáreas por día.
No nos cansamos mucho porque estamos acostumbrados.
A mí me dolía la cabeza y temblaba todo. Fui al médico y me dijo que era por el trabajo que hacía, que estaba enfermo por eso', remarcan los niños.
El padre de los pibes ya no puede acompañar a sus hijos. No soporta más las hinchazones del estómago, contó. 'No tenemos otra opción. Necesitamos hacer cualquier trabajo', dice el papá cuando intenta explicar por qué sus hijos se exponen a semejante asesinato en etapas.
La Agrupación de Vecinos Autoconvocados de Las Petacas y la Fundación para la Defensa del Ambiente habían emplazado al presidente comunal Miguel Ángel Battistelli para que elabore un programa de erradicación de actividades contaminantes relacionadas con las explotaciones agropecuarias y el uso de agroquímicos.
No hubo avances.
Los pibes siguen de banderas.
Es en Las Petacas, norte profundo santafesino, donde todavía siguen vivas las garras de los continuadores de La Forestal.
Fuente: Diario La Capital, Rosario, Argentina

domingo, 30 de enero de 2011

La magia del psicoanálisis multifamiliar. La articulación del modelo psicoanalítico con la realidad del trabajo en el sistema público.

Avances en Salud Mental Relacional / Advances in Relational Mental Health
ISSN 1579-3516 - Vol. 9 - Núm. 2 - Diciembre 2010
Órgano Oficial de expresión de la Fundación OMIE
Revista Internacional On-Line / An International On-Line Journal

28/ene/2011 · Avances en salud mental relacional. 2010 Dic;9(2)

Autor-es: Fernando Burguillo Prieto

Resumen
Este trabajo es un intento de explicar desde el punto de vista vivencial y después teórico que la práctica del Psicoanálisis Multifamiliar, impulsada por el Profesor Jorge García Badaracco a lo largo y ancho de los últimos 50 años, es eficaz para la resolución de las dificultades psíquicas del paciente grave.

Se plantea también que sería una herramienta útil en la articulación del Modelo Psicoanalítico con otros muchos, destacando en este caso su práctica en el Sistema Público de Salud.


1. INTRODUCCIÓN
Mi llegada al Psicoanálisis Multifamiliar coincide con la llegada al Centro de Salud Mental de Parla, donde trabajo de Tania Martín. Tania me propuso formar un grupo planteado desde esta perspectiva de la que yo apenas tenía la referencia de que Jorge G. Badaracco trabajaba con grandes grupos de familias de psicóticos, con grupos de más de cien personas que quedaban muy lejos de mis posibilidades. Conocía también la existencia del grupo de Getafe del que Ángel Ramos me había hablado con entusiasmo y ahora, además, contaba con lo que Tania me trasmitía.
Tras el primer planteamiento de Tania, mi respuesta fue una especie de trato: “yo te ayudo con tu grupo de psicóticos si tú me ayudas con un grupo de límites” fuente de mis mayores quebraderos de cabeza. Tania me propuso juntarles en el mismo grupo, lo que me pareció complicado pero, aún con cierta reserva, acepté. Mis temores de aquel momento incluían las peores catástrofes, quizás alimentadas por el resto del equipo que tampoco terminaba de verlo claro, ya que se trataba de pacientes muy graves, algunos muy actuadores y con un riesgo de suicidio relativamente alto…
Aún con todo, nos pusimos a la tarea en Abril de 2007, con reuniones quincenales de una hora y cuarto de duración. Isabel Calero y Mayte Almendro nos acompañaron en la puesta en marcha con la ayuda de Esther García de Bustamante e Isabel Elustondo. Después se incorporaría Ana Blanco. Las normas eran pocas: respetar la confidencialidad y hablar (cuando cada cual quisiera hacerlo) desde la propia vivencia, nada más.
Tardé poco en empezar a ver los resultados. Los primeros en mí mismo pues empecé a sentir que el peso de mi agenda se aligeraba, y empecé a sentirme capaz de ofrecer una ayuda eficaz a mis pacientes más graves. En ellos, los cambios eran evidentes y sorprendentemente rápidos, incluyendo a pacientes que habían seguido con poco éxito tratamientos bastante intensivos en los Hospitales de Día. Posteriormente Mayte propone realizar una investigación sencilla teniendo en cuenta número de ingresos y visitas a urgencias, cambios en las pautas de medicación, etc. que acojo con escepticismo en un primer momento pues atribuyo los cambios a cuestiones más relacionadas con el desarrollo que con lo puramente sintomático y resulta que también pone en evidencia que el grupo permite disminuir la contención tanto farmacológica como la intervención de los dispositivos hospitalarios… Tanto es así que recientemente hemos comenzado con otro grupo en Pinto y mi idea para el futuro es ir ampliando este espacio para tratar de que las familias de todos mis pacientes graves tengan un lugar en alguno de los grupos.
Como decía, el Psicoanálisis Multifamiliar fue para mí primero una práctica y después, la evidencia de unos resultados sorprendentemente rápidos que, hasta ese momento, mis pacientes no habían logrado con otros tratamientos. A partir de ese momento, y a fin de no tener que creer en la magia, surge en mí un deseo de racionalización que me explique el porqué de estos cambios. Estas son algunas de mis reflexiones durante estos años.
2. MI INTERPRETACIÓN DESDE LA TEORÍA PSICOANALÍTICA
Los resultados hablaban de cambios reales en pacientes graves en un plazo sorprendentemente corto. La pregunta inevitable era ¿por qué funciona el Psicoanálisis Multifamiliar? Para intentar dar respuesta a esta cuestión pude acudir a los textos de Badaracco, pero mi rebeldía (o sí lo preferimos, mi narcisismo)me acerca y me aleja con parecida intensidad del aprendizaje reglado. Elegí, creo que no muy conscientemente, pensar por mí mismo desde el Psicoanálisis, lugar al que, por cierto, había llegado huyendo de la impotencia que me producían los modelos biologicistas en los que di mis primeros pasos como psiquiatra. También es cierto que después, cuando he podido acercarme con más calma a los textos de Badaracco y María Elisa Mitre sobre todo, he visto estas ideas reforzadas y ampliadas. Estas son algunas de las cuestiones en las que he pensado durante este tiempo y de las que no puedo garantizar su veracidad pero sí mi convencimiento en el momento actual.
2.1. LA COINCIDENCIA CON EL PSICOANÁLISIS
Creo que una de las claves de la eficacia de esta práctica es compartida con el psicoanálisis. El hecho de que, a diferencia de otros modelos terapéuticos, no tenga un programa que cumplir ni una limitación de tiempo, permite que cada persona en el grupo vaya realizando, a su ritmo, su propio proceso y pueda “darse cuenta” de las cosas sin vivir una imposición desde fuera. Creo que esto es clave, sobre todo para aquellos que no han podido desarrollar un auténtico yo. La sensación de “adoctrinamiento” produce frecuentemente en quien no ha podido ser más que un “magma narcisista” otra invitación a desarrollar un nuevo “falso self” quizás más adecuado a las exigencias sociales o de su entorno familiar más inmediato, pero no elude la sensación de renuncia a la propia autenticidad, al propio ser. Desde Winnicott podríamos decir que el Psicoanálisis Multifamiliar respeta “el gesto espontáneo” por muy inadecuado que éste pudiera parecer.
Por otra parte, al no poner un límite temporal, evitamos incidir en el fantasma del abandono tan presente en las organizaciones narcisistas y psicóticas. En este sentido creo que muchas psicoterapias no psicoanalíticas caen presas de una impaciencia que puede hacer huir al paciente grave. Pienso que la expectativa de ser abandonado (o dado de alta) cuando acabe el programa, independientemente de que se haya podido o no completar el proceso, puede inhibir en el paciente grave la posibilidad de confiar lo suficiente como para desplegar sus conflictos.
Como terapeuta en el Sistema Público confieso haber sentido en multitud de ocasiones esa misma impaciencia. La sensación de sobrecarga y el seguir recibiendo cada vez más pacientes graves sin poder ofrecer un espacio suficiente para que vayan pudiendo resolver sus problemas y, por tanto, sin poder darles salida al ritmo que siguen entrando, genera en mí la fantasía de que la agenda crecerá como un cáncer, y el volumen de pacientes desbordará mi capacidad de contenerles más pronto que tarde. Desde ahí es difícil recibir bien a los pacientes y fácil expulsarlos prematuramente. Esto no hace sino generar más trabajo aún pues lo normal es que el paciente persista en su intención de realizar su proceso alguna vez. Tampoco resulta difícil que surjan en el terapeuta deseos de que el paciente se aburra y deje de venir o incluso de que desaparezca de alguna manera.
2.2. COINCIDENCIA CON LO GRUPAL
Otra de las claves, en mi opinión, tiene que ver con el hecho de hacer coincidir en el tratamiento a pacientes y familiares en un espacio grupal. Cuando una persona no ha conseguido resolver de forma suficiente la tendencia a la vinculación simbiótica, difícilmente va a poder distinguir donde acaba el yo y donde empieza el otro. Trabajar con esta idea en la relación bipersonal no es tarea fácil. Desde la confrontación intentamos poner al paciente en la realidad y minimizar el daño que sus primitivos mecanismos de defensa (proyección, negación, escisión…) generan al self. A la vez, dicha confrontación produce en ellos sensación de confusión, de desconfianza en el propio sistema perceptivo y bastante rabia: cuando uno funciona desde el yo ideal, no es fácil escuchar que se está equivocado o confundido. Desde ese lugar, cuesta mucho aceptar planteamientos distintos a los propios sin la sensación de tener que renunciar a ser uno mismo. Creo que ésta es una de las razones que impiden a muchas personas acceder a tratamientos psicoanalíticos más ortodoxos.
El psicoanálisis multifamiliar permite abordar esta dificultad de otro modo, respetando los mecanismos de defensa, y permitiendo la posibilidad de que se realicen intervenciones efectivas antes (o independientemente) de que se establezca la transferencia con el terapeuta ya que los habituales depositarios del objeto en la relación, los familiares, están ya presentes. Esta práctica se beneficia aquí de una de las principales ventajas de los abordajes grupales. Por la propia vivencia familiar, no tardan en aparecer en el grupo expresiones de esta simbiosis no disuelta que afecta tanto a los pacientes designados como a los familiares (habituales depositarios del objeto en la relación con ellos y viceversa). Esto ocurre ante los ojos del resto del grupo: pacientes, familiares y terapeutas que observan desde fuera. Cuando esto ocurre y, por ejemplo, una madre y un hijo comienzan con un rosario de reproches, descalificaciones, culpabilizaciones… etc., el resto de las familias va viendo desde fuera y con mayor distancia emocional cómo se desarrollan estas dinámicas. En el espejo de los otros es posible la identificación, quizás primero de forma directa (hijo a hijo/madre a madre) pero a veces también cruzada. Pienso que, con el tiempo, estas identificaciones van siendo cada vez menos masivas, más parciales, y van encontrando en el otro (madre o hijo) aspectos comunes y aspectos diferentes, y creo que esto es posible porque, viviéndolo afuera, uno no siente que ponga en riesgo la propia identidad, por muy en falso que ésta haya sido construida. Esta dimensión vivencial en carnes propias, pero en cabeza ajena, permite ir comprendiéndose mejor y también ir comprendiendo mejor al otro, y va perfilando los límites entre el yo y el no yo.
Dando una vuelta más de tuerca, este proceso se realiza, además, en presencia de quien es el depositario de buena parte de las proyecciones de uno, y esto vale para todos, sean o no pacientes designados. Este ir tomando conciencia juntos puede ir abriendo un espacio para el diálogo de las cuestiones importantes, de las dificultades en la relación mutua, sin pasar por el duro proceso del enfrentamiento que anteriormente permitía ponerlas en evidencia, pero rara vez resolverlas.
2.3. EL MANEJO DE LA VIOLENCIA
De aquí arranca otra de las cuestiones que considero fundamentales para explicar qué hace del Psicoanálisis Multifamiliar una herramienta útil para la resolución de los conflictos del paciente grave: el manejo de la violencia. Si admitimos que el yo es una excrecencia del ello, y el ello es eros y tánatos parece difícil esperar el desarrollo de un yo más auténtico sin que la violencia (y el amor) vayan saliendo al sistema social. Independientemente del enfoque grupal o individual entendemos que ofrecemos un gran beneficio al paciente cuando soportamos su agresión sin retaliar, pero ¿hasta dónde debe un terapeuta soportar la agresión? Y también ¿hasta dónde es capaz un paciente de desplegar la agresión? Acude a mi memoria en este punto la conferencia de Otto Kernberg en este mismo espacio en homenaje a Paulina Kernberg, en la que dedicó buena parte de la discusión a contar viñetas clínicas en las que sus pacientes realizaban expresiones violentas. Dejó claro que, en ningún caso, el terapeuta debe poner en peligro su propia seguridad y nos fue explicando, una a una, cómo manejó dichas situaciones. No es raro terminar hablando de la violencia en las conferencias de los clínicos activos que trabajan con pacientes difíciles.

Tengo la impresión de que buena parte de estas expresiones violentas tienen como motor el deseo del sujeto de expresar su necesidad de ser aún siendo imperfecto sin tener que ser abandonado por ello. Pienso también que el destinatario último de esa demanda no está fuera sino dentro y es a expensas de su Yo Ideal: ese mismo que probablemente genera las voces que critican o comentan dentro de su cabeza la conducta, los deseos o los pensamientos. Este Yo Ideal está dentro, pero se vive y se actúa fuera, y probablemente más lejos cuanto más enfermo está el sujeto. Esa demanda del “déjame ser, aunque sea así”, tantas veces repetida como desoída, requiere a veces ser expresada a gritos, con lo que resulta aún más difícil de escuchar. Los depositarios de ese Yo Ideal son, en primer término los propios padres o, en el mejor de los casos la pareja, y en segundo término los terapeutas que intentamos ayudar a deshacer el entuerto, y en esta escalada de violencia lo normal es que quien escucha se asuste cada vez más. Una buena salida para el Yo Ideal, propio y ajeno, es atribuir el descontrol a la enfermedad y, desde ahí, demandar mayor y mejor contención con lo que se intentan silenciar los gritos, frenar la violencia… Callar esta voz, habitualmente con la colaboración de los dispositivos sanitarios, implica partir en dos al sujeto (mitad sano/mitad enfermo) permitiendo que la escisión le siga privando de una parte de sí. Silenciarlo implica frenar algo que es espontáneo en el paciente y que contiene, posiblemente, aspectos genuinos más propios que la “deseada sumisión” que se persigue (y a veces se consigue).
La expresión de la violencia es una de las cosas que más llamó mi atención en estos grupos desde el principio. El manejo de estas situaciones ha sido, probablemente, una de las cuestiones más debatidas en las reuniones “postmulti” que hacemos. ¿Hasta dónde debemos permitirlas? ¿Hasta dónde hay que proteger al grupo? ¿Dónde está el límite? No es fácil llegar a un acuerdo. Podemos pensar que el límite lo fija el terapeuta o también que el límite lo pone el propio grupo. En mi opinión es el propio paciente quien lo pone. La experiencia, en diversos contextos más allá de este espacio, nos dice que, afortunadamente, pocas veces llega la sangre al río. Pienso que esto se debe a que el motor de esa violencia no es dañar al otro (aunque lo haga) sino hacerse escuchar y poder diferenciarse, y que, por ese motivo, sólo se despliega cuando el paciente percibe que se encuentra en un espacio suficientemente contenedor como para poder descontrolarse y, a la vez, con suficiente capacidad de escucha como para ver satisfecha esta necesidad.
En este sentido la violencia puede crecer mucho, pero cuando el paciente percibe que no será escuchado probablemente se marchará, quizás con la esperanza de lograrlo la próxima vez aunque tenga que subir un paso más en su escalada de gritos. Pienso que la violencia extrema del enfermo grave, habitualmente en forma de suicidio u homicidio, ya sea en grado de tentativa o consumado, se produce habitualmente cuando concluye que su verdadera expresión es tan dañina (o tan inadecuada) que esto no va a poder ser. Entonces puede caer preso de la desesperación y asumir que no hay otra salida que morir o matar fuera lo que ve fuera, aunque esté dentro. Creo que ahí está el máximo riesgo de pasar al acto matando o matándose, pero creo que es también el lugar al que se llega en la enfermedad mental grave cuando esto no ocurre a nivel manifiesto: cuando uno llega a ese nivel de desesperanza una forma de matar psíquicamente al verdadero yo es dejarlo preso, bien escondido, lo que sirve entre otras cosas, para intentar proteger a su entorno de su fantaseada potencia destructora, sensación que se me antoja más clara cuando pienso en la esquizofrenia residual o en la catatonía.
Pienso también que, como la razón de ser de esta violencia no es habitualmente dañar sino hacerse oír para que un otro desde fuera pueda ayudarle a salir del enredo en el que se encuentra, su despliegue encuentra también un límite en la capacidad de ser escuchado por los otros. No creo que este planteamiento sorprenda a quienes trabajan con pacientes narcisistas y psicóticos. Con estos pacientes no es raro tener que soportar expresiones muy hostiles sobre todo en las primeras entrevistas, que podrían tener como objeto medir la capacidad del terapeuta. Sabemos también que si uno no aguanta el tirón en estas primeras expresiones, lo normal es que el paciente abandone la terapia. Desde ahí es posible deducir que la posibilidad de que se despliegue esta violencia tendrá algo que ver también con la capacidad del otro (u otros) para soportarla.
Tal y como vengo apuntando, el grupo aporta en esto un valor añadido a lo que puede soportarse en la relación bipersonal, y en esto incluyo a los familiares y también a los terapeutas. En la relación de a dos, el miedo aparece relativamente pronto y minimiza la capacidad de escucha. En el grupo, el miedo se comparte y la capacidad de contención se multiplica. Desde ahí es más fácil su despliegue, aunque con esto no quiero decir que quien es objeto de la agresión pueda escucharlo. Puede que sí o que no pero, frecuentemente, son los otros miembros del grupo, a menudo menos inundados por la emoción, quienes pueden escucharlo mejor. Resulta muy emocionante ver como el grupo suele devolver cariño después de una expresión violenta, y más aún como suele recibirlo el supuesto “agresor”. Después suelen venir la tranquilidad de haber podido expresarse, aún con malas formas, y de ser aceptado a pesar de todo. Entiendo que la emoción debe participar en cierta medida de la sensación de vergüenza, pero sobre todo de calma y que ambas resultan reparadoras en la medida que dan paso a la elaboración comprensiva.
Podría deducirse de mis palabras que la violencia hay que permitirla, o incluso que incentivarla pero tampoco es esto lo que quiero decir. Esta violencia tiene un precio incluso más allá de la propia agresión. La vergüenza a la que antes aludía parte también de ese Yo Ideal y, en sí misma, más que reparar podría facilitar posteriormente la inhibición. Creo que en este sentido es más reparadora la culpa depresiva pensando desde Melanie Klein en “Amor, culpa y reparación”. Seguramente el ideal al que podríamos tender sería algo más parecido a bajar los decibelios de la música estridente lo máximo posible pero sin dejar de escuchar la letra de la canción.
2.4. LA CONFIANZA
Hay un aspecto más en el que quisiera incidir, y que también tiene que ver con el hecho de trabajar en el mismo espacio con pacientes y familiares. Tengo la impresión de que muchas veces el paciente grave que no ha desarrollado la capacidad de confiar tiene, en la relación bipersonal, tan solo dos opciones: puede pelearse con nosotros, con el tratamiento, negar la enfermedad… etc. y en el mejor de los casos establecer una transferencia psicótica que el terapeuta pueda soportar e interpretar, o bien aceptar sumisamente nuestras instrucciones, pero difícilmente va a poder confiar. En este sentido, la honestidad o la buena voluntad del terapeuta es una condición necesaria, pero no suficiente. Creo que muchas veces el paciente grave, aún cuando acepta nuestros planteamientos, no es porque esté convencido de que encierren la verdad. En muchas ocasiones, cuando piensa que tenemos una voluntad auténtica de ayudar, piensa que le decimos lo que es lo mejor para él, pero sin que esto implique necesariamente la autenticidad. Esto podría parecerse al planteamiento habitual de muchos padres que dicen “te lo digo por tu bien, y ya lo entenderás cuando seas mayor” con la implicación de que, al final, soy yo (que sé más) quien decide por ti y tú (que no sabes) tendrás que hacer lo que yo digo porque eso es lo mejor para ti.
Acude a mi memoria la expresión en un contexto no terapéutico de un joven con una relación estrecha con su madre, entrado en la treintena y sin haber accedido nunca al mercado laboral ni a ninguna relación sentimental duradera. Esta relación con su madre se había quizás estrechado aún más en los últimos meses por el reciente fallecimiento de su padre. Me llamó la atención un comentario que hizo al hilo de la conversación. Se hablaba de que su abuelo había alimentado durante años a las palomas en su casa y él comentó que al final, con la mejor intención podría haberlas perjudicado mucho porque, al irse el abuelo de la casa, las palomas no tendrían comida y al haber tenido comida durante todos estos años no habrían desarrollado (o habrían perdido) la capacidad de conseguirse el alimento por sus propios medios. Este comentario contrasta con su actitud en la realidad externa dónde acepta de aparente buen grado el cobijo que su madre le sigue ofreciendo, pero seguramente traduce el temor al desabastecimiento de quien se siente incapaz autoabastecerse. Este temor, como digo, quizás se hizo más presente desde la reciente muerte de su padre. Creo que este chico, sin diagnóstico de enfermedad mental quizás gracias a su actitud sumisa, está lejos de ser consciente de la trama en la que se halla inmerso. Sin embargo creo que la lectura que hace de esa realidad concreta deja claro que, de alguna manera, sabe que los cuidados externos, por muy deseables que sean, implican también el peligro de bloquear el adecuado desarrollo de las propias capacidades (o la vivencia de esto) cuando terminan resultando excesivos. Desde ahí la necesidad y el temor al cuidado del otro están, y la capacidad de confiar resulta difícil de establecer. Si algún día decidiera ponerse en tratamiento y buscar el cuidado de un terapeuta ¿hasta qué punto podría confiar en el beneficio de sus cuidados? Desde aquí parece difícil pensar en la posibilidad del establecimiento de una adecuada transferencia, al menos en los primeros momentos, porque defenderse de un enemigo percibido como malintencionado puede ser más o menos fácil, pero ¿cómo se defiende uno de las buenas intenciones de alguien que, además, se percibe como necesario? Hay un refrán castellano que termina dejando esto en manos de Dios, supongo que porque tampoco confía en que “el hombre” pueda resolverlo y reza: “Dios mío líbrame del toro manso, que del bravo me libro yo.”
Con respecto a la confianza, el Psicoanálisis Multifamiliar tiene, a mi entender, dos posibles ventajas: por un lado, que no requiere ser establecida para empezar a trabajar y, por otro que seguramente permite un efecto reparador. El planteamiento de “ven y escucha, con respeto, sin empeñarte en tener razón, sin querer convencer ni tener que dejarte convencer, y luego haz lo que quieras”, permite empezar a escuchar y a pensar sin necesidad de confiar en lo que te van a decir. Después, el propio grupo va entretejiendo un mensaje común a pacientes, familiares y terapeutas, que parte de todos y del que cada cual irá aceptando lo que entienda como aceptable, nada más, para poder continuar su proceso de desarrollo. Este planteamiento deja mucho más claro, sin trampa ni cartón, que nadie sabe a ciencia cierta lo que hay que hacer y que cada aportación es importante. Pienso que esto permite el establecimiento o restablecimiento de una sensación de confianza (en uno mismo y en los demás) que Erikson llamó básica y planteó en el primer escalón del adecuado desarrollo. Considero, en este sentido, que probablemente la confianza, y más aún la “fe ciega” no resulten de gran ayuda, pero estoy convencido también de que la desconfianza bloquea en gran medida la posibilidad de acceder de verdad a la psicoterapia, sea ésta de la orientación que sea.
2.5. LA ATENCIÓN A SEGUNDOS Y TERCEROS
Entiendo, por tanto, que el Psicoanálisis Multifamiliar, al ofrecer un espacio terapéutico al que se puede acceder sin exigencias ni premuras, sin atentados contra el Yo Ideal y los mecanismos primitivos de defensa, sin necesidad siquiera del establecimiento de una relación de confianza con el terapeuta, permite empezar a disolver las relaciones simbióticas y desde ahí afrontar aquellas cuestiones pregenitales que suponen, probablemente, la principal fuente de sufrimiento psíquico, ya sea considerado el sujeto psicótico, límite o neurótico o incluso sano. Creo además que, en este sentido, son importantes las aportaciones a las que he hecho mención en lo que atañe a la mejor discriminación del yo-no yo, a la posibilidad de ser escuchado a pesar de la inadecuación o la violencia de las expresiones, a la reparación de la confianza en el paciente pero también en los terapeutas y familiares que pueden ahora creer en las posibilidades de mejoría de los pacientes designados… Todo esto entroncaría con otra de las claves: la atención al entorno del paciente (familiares y terapeutas en primer término) que pueden ahora cambiar de posición para ser parte más activa de la solución y menos parte del problema. Todas estas consideraciones dejan claro que la “hipercomplejidad” de la que habla el Profesor Badaracco es obvia: muchos sujetos y muchas variables jugando su papel en cada uno de ellos hacen difícil encontrar fórmulas magistrales o explicaciones universales que nos sirvan a todos.
El enfermo mental grave se encuentra en buena medida preso en una trama que, por su persistencia en el tiempo, termina resultando incapacitante. Sin embargo, él no es el único que sufre sus consecuencias. Creo que estas dificultades son comunes, o como mínimo complementarias a las de los habituales depositarios del objeto en la relación: padres, parejas…etc. y me atrevería a decir también que muchas veces a las de sus terapeutas. Por eso el abordaje familiar aporta importantes ventajas. Sabemos que el bebé, cuando nace y es absolutamente dependiente de quien ejerce la función materna, requiere del establecimiento de la vinculación simbiótica para iniciar su proceso de construcción y adecuado desarrollo psíquico. También sabemos que para que este proceso continúe en su normal desarrollo requiere también, en un momento dado, de la llegada de un tercero con una función paterna colocada en un lugar de cierta autoridad y protección. La enfermedad mental grave participa mucho del inadecuado afrontamiento de esta nueva situación en el hijo, pero también en los padres.
El tercero que no llega a entrar en esta relación difícilmente podrá seguir en el futuro su adecuado desarrollo después de este frenazo en la generatividad. Aún así, plantear en los padres el logro de este nivel de desarrollo no deja de ser casi el mejor de los casos que vemos en la práctica. Hablamos con frecuencia del “padre ausente” en la enfermedad mental, pero estas ausencias no suelen ser casuales. En muchos de los casos, lo que vemos son padres también enfermos, diagnosticados o no, con frecuentes situaciones de maltrato en el contexto familiar, dependencia de sustancias… etc. que terminan haciendo realidad las ausencias, los abandonos, los fallecimientos… Sus presencias en la familia, lejos de representar figuras de cuidado y protección, o mucho menos autoridad, representan un peligro del que conviene tomar distancia. En estos casos, lo habitual es que sus mujeres y sus hijos no puedan ver en ellos más que ese aspecto parcial tan negativo, siendo al final su expresión casi constante la “identificación con el agresor” donde quedan atrapados.
Desde ahí, lo que pueden hacer, igual que planteábamos antes que hacía el paciente grave, es someterse, anularse, suicidarse física o psíquicamente para proteger a su entorno de su “peligrosa” espontaneidad o seguir expresando cada vez más violentamente su deseo de formar parte, de ser aceptado a pesar de sus imperfecciones. En este sentido, la trama familiar enfermante en la que están presos no creo que pueda ser la causa del establecimiento de esta identidad. Creo que esto sólo es posible si entendemos que el padre es también un magma narcisista que actúa en función de lo que entiende que son las respuestas a los estímulos de su entorno y no en función de sus propios planteamientos y decisiones, es decir, que no cuenta con la fortaleza yoica necesaria para mantenerse en pie a pesar de que los vientos soplen fuerte.

La madre, por su cuenta, y al igual que el hijo y el padre, quedará atrapada en ese enredo bloqueándose también su desarrollo. La impresión en este punto es que al no poder seguir madurando, no tendrá otro remedio que recurrir a la fantasía de que las cosas seguirán así para siempre: que su hijo seguirá siendo un bebé y ella una madre omnipresente, imprescindible para resolver las dificultades de su hijo tan incapaz. El paso del tiempo y el envejecimiento físico desacorde con esta falta de maduración psíquica no harán sino aumentar la angustia y la desesperación de ver que cada vez queda menos tiempo y una sola vida no será suficiente para completar el proceso.
No resulta raro en los grupos escuchar a las madres culpar a los hijos de su prematura muerte (por ejemplo a disgustos) a la par que les siguen tratando como si fueran bebés. Resultó muy gráfica la intervención de Luciana de Franco en el Congreso Internacional de Psicoanálisis Multifamiliar de Buenos Aries (Noviembre de 2008) en el que hablaba de un psicótico en la treintena, de gran corpulencia y una madre pequeñita que, tras el típico discurso ambivalente “vete de mí, no me dejes”, alguien le preguntó si quería que su hijo se fuera. La madre abrió las piernas y haciendo aspavientos con las manos hacia sí misma gritaba “No, yo quiero que se quede, yo quiero que se quede”. Que los hijos se vayan deja a las madres solas (o incluso mal acompañadas por un “marido peligroso”) y eso puede asustar mucho, pero eso no es lo único que pasa. Muchas mujeres, que han sido “madres” por encima de cualquier otra cosa en la vida, con esta renuncia se juegan casi el cien por cien de su precaria identidad. Una vez más planteo que si la madre hubiera logrado un yo suficiente en lugar de tener que reinventarse entera como madre no habría tanto problema en la renuncia. No creo, por tanto, que pueda atribuirse esta falta de identidad a la trama familiar en la que se encuentra ahora, sino que el problema viene probablemente de más atrás. Pienso ahora en los textos de psicología transgeneracional cuando hablan de que hacen falta tres generaciones para que aparezca la enfermedad mental grave o cuando dicen que un trauma no elaborado en la primera generación, se sufre en la segunda y en la tercera se actúa, por ejemplo.
Lo que tienen que afrontar los padres de los pacientes graves cuando logran desatar estos lazos no es tarea fácil y el Psicoanálisis Multifamiliar añade la ventaja de no dejarles solos en este trance. No es infrecuente que cuando un paciente acude al grupo, y ve que sus padres están en buenas manos, deje de venir y siga su camino por otro lado sabiendo que sus progenitores están al abrigo del grupo. La presencia del grupo favoreciendo que se retome ese desarrollo detenido puede tranquilizar lo suficiente como para poder abrir los brazos tanto para soltar al hijo como para recibir al tercero que perdió su lugar años atrás (o a otro nuevo). De hecho les abre paso porque el grupo, en sí mismo, no deja de ser una constelación de terceros que les tiende la mano, que se alía con cada uno de ellos para ayudarles a salir del enredo.
Quisiera añadir en este punto que atribuir a los progenitores la total responsabilidad de la circunstancia de enfermar en los hijos, además de muy culpabilizador, me parece una exageración. En primer lugar, cuando logran hablar de sí mismos en los grupos, no es raro que aparezcan vivencias y situaciones con un nivel de dramatismo e intensidad equiparable a las de los pacientes designados. Por otra parte, no resulta extraño encontrar madres de hijos enfermos de diferentes trastornos con bases genéticas o ambientales mucho más claras (Síndrome de Down, Parálisis Cerebral Infantil… etc.) que caen presas de estas mismas tramas. Aquí podríamos entender que fue el huevo antes que la gallina, seguramente con todos los matices de madurez yoica que queramos poner pues lo cierto es que no todas las familias reaccionan igual ante los mismos problemas. Aún así, la percepción de insuficiencia en un hijo, parta ésta de donde parta, es lógico que estimule actitudes sobreprotectoras en la madre bienintencionada y la exclusión del padre es lógico que genere rabia, impotencia, exigencia…en el padre con la mejor intención.
Lo que quiero decir es que, en cualquier caso, al igual que al paciente designado le cuesta escuchar confrontaciones y señalamientos, a los padres les ocurre lo mismo. En cierta medida nos ocurre también a los profesionales aún teniendo mayor distancia emocional. En este sentido, aprender y mejorar implica que antes las cosas se hacían peor pero no creo que se pueda culpar a nadie que hizo, ante la dificultad, lo mejor que pudo, aunque las cosas se pudieran haber hecho mejor. En cualquier caso, lo que parece claro es que la no disolución de esta trama complica las cosas aún más, y que su resolución volvería a poner en marcha los trenes madurativos de cada uno, devolviendo a pacientes y familiares la posibilidad de llegar a Itaka.
2.6. LOS TERAPEUTAS
Después de hacer este repaso por algunos aspectos que atañen a pacientes designados, a familiares, a la relación entre ellos, etc. quisiera también hacer algunas consideraciones sobre lo que aporta el Psicoanálisis Multifamiliar a los terapeutas. Cuando anteriormente hablaba de los cambios que había observado y empezaba por hablar de mis propios cambios creo que no lo hacía por casualidad sino porque creo que esta herramienta produce también algunos cambios en los terapeutas que jugarán un papel importante en el proceso terapéutico de cada uno de los miembros del grupo. El primer cambio ya lo he mencionado varias veces y tiene que ver con la confianza que resurge en el terapeuta que ve posibilidades reales de mejoría en el paciente grave, más allá de lo meramente sintomático o conductual. No quisiera aquí hablar de curación y reabrir el complejo debate psicoanalítico sobre esta posibilidad. Me conformo con admitir la posibilidad de que el paciente diagnosticado de un trastorno mental grave pueda hacer algo más que cronificarse, y aquí incluyo el apellido “resistente” que ponemos muchas veces a las esquizofrenias, depresiones… etc. y me refiero también al hecho de que la “mejoría” bien entendida va más allá del control de los síntomas. En este sentido, tal vez sea una ingenuidad pensar que la confianza del terapeuta en las posibilidades de los pacientes tenga, por sí misma, poder curativo pero estoy convencido de que la falta de esa confianza ayuda poco a que el paciente pueda seguir avanzando. La evidencia de los avances de los pacientes en el grupo va cambiando también la mirada de los terapeutas sobre ellos e incluso sobre sí mismos que se sienten ahora más capaces de ayudar de manera efectiva.
Más allá de este cambio en la mirada del terapeuta sobre los pacientes, creo que desde el punto de vista técnico también hace importantes aportaciones. Desde la psiquiatría más biologicista, el abordaje del paciente grave pasa por un correcto diagnóstico y por la prescripción de un tratamiento adecuado y, si asociamos el enfoque comunitario, adherirles a dispositivos casi siempre más rehabilitadores que terapéuticos. Hasta ahí, al menos en la teoría, la tarea resulta fácil. El problema surge después cuando muchos pacientes se rebelan contra el diagnóstico, rechazan los tratamientos, se desvinculan de los dispositivos sanitarios… o aunque acepten nuestras indicaciones continúan con síntomas y alteraciones de la conducta que producen malestar en su entorno inmediato, o a veces resultan peligrosos, generan alarma social y las familias y la sociedad asustadas critican nuestra ineficacia porque sus expectativas sobre la medicina resultan insatisfechas, y generan en los dispositivos sanitarios pesimismo, impotencia, frustración… todo esto, aún desde la perspectiva de hacer “lo posible”, deja a los terapeutas con frecuencia en una sensación de soledad frente a un problema que consideran irresoluble.

Desde el enfoque psicoanalítico más ortodoxo diríamos que el problema no nos compete puesto que no son pacientes analizables, y desde otras perspectivas psicoanalíticas más aperturistas podríamos hablar de iniciar el tratamiento, trabajar las defensas de no vinculación, soportar (si es que la admitimos) la transferencia psicótica y desde ahí confrontar, poner en la realidad, devolver alfa, soportar la agresión sin retaliar, etc… eso sí, Winnicott ya nos advirtió que pacientes tan graves sólo unos pocos al día y que en plena crisis solamente uno cada vez… En definitiva: en las agendas normales de un CSM, con varios casos nuevos cada semana, muchos crónicos y unas doscientas cincuenta historias abiertas simultáneamente para cada terapeuta, el planteamiento resulta sencillamente impensable.
En los grupos de Psicoanálisis Multifamiliar, la sensación es que se pueden trabajar los aspectos más primitivos del individuo sin la intensidad y sin la carga emocional que todas estas intervenciones supondrían, y creo que esto se debe fundamentalmente a las cuestiones que tienen que ver con la posición del terapeuta, la vinculación con el paciente y, desde ahí todo lo que ocurre en la transferencia y la contratransferencia. Desde el Psicoanálisis bipersonal uno debe permitir el establecimiento de una vinculación simbiótica y desde ahí ir trabajando hasta que el paciente pueda modificar su relación de objeto y con eso sus defensas, su posicionamiento ante sí mismo, su realidad interna y finalmente su incardinación en la realidad externa cada vez en función de motivaciones más conscientes.
En este nuevo encuadre, el paciente nos trae la representación externa de esta vinculación, y la actúa de forma similar a como la actúa fuera del grupo, siendo este material, en primer término, el objeto de nuestra atención. Dicho de otro modo, el objeto de nuestra intervención pasa de ser el paciente en si mismo a ser la trama enfermante en la que resulta más facil posicionarse como tercero que en la relación de a dos. Habría mucho que interpretar a cada individuo en cada expresión que hace con su familia, y sin embargo, uno se da cuenta pronto de que eso no es lo mejor que se puede hacer. Los miembros del grupo puede que no sepan nombrarlas, pero conocen muy bien, en carnes propias, los efectos de este tipo de vinculación y sus defensas, y terminan diciendo con frecuencia aquello que nosotros hubiéramos querido decir. La diferencia es que, además, quien se lo dice lo hace de igual a igual, sin ser una figura que represente al necesario y peligroso (en el mejor sentido posible) cuidador que puede ser el terapeuta. Pienso, además, que aquí lo importante no es lo que se dice, sino la vivencia que cada uno va teniendo con lo que ocurre. Desde ahí, la labor del terapeuta (o conductor) es mucho más sencilla: intentar que la gente pueda escuchar y que, cuando alguien quiera intervenir, lo haga desde su propia vivencia, desde sus sensaciones, desde su experiencia, sin empeñarse en convencer a nadie de que tiene razón, lo que terminan siendo en gran medida pequeñas o grandes “interpretaciones transferenciales” para todos aquellos que están sintiendo en el grupo. La labor se centra más en extraer la emoción de cada historia que resulta así mucho más generalizable y por tanto compartible en lo común. Entiendo que la posición del terapeuta en el Psicoanálisis Multifamiliar se acercaría más a la posición del tercero que a la posición de depositario del objeto, necesaria en un primer-segundo tiempo en el Psicoanálisis Bipersonal.
Ya he mencionado en otros momentos que, en mi opinión, la enfermedad mental atañe sobre todo a la realidad interna pero, en el paciente grave, lo interno y lo externo está tan mezclado y, a la vez tan fragmentado, que incidir sobre ello sin cuestionar demasiado el aparato perceptivo y sin dañar la fragilidad narcisista del paciente resulta extraordinariamente complejo. En el grupo de Psicoanálisis Multifamiliar, se admite este trabajo sobre lo manifiesto, con los aspectos parciales internos y externos de forma simultánea para poder sentir y después pensar, cada uno en la medida de sus posibilidades, e ir comprendiendo poco a poco lo que a cada uno de nosotros nos va pasando en relación con ello.

Mi vivencia como terapeuta es que la carga emocional que supone para mí el grupo es, en definitiva, mucho menor que la suma de las cargas que suponía la relación con cada uno de estos pacientes difíciles en las sesiones individuales. Digo más: la vivencia en este punto es grata, porque la sensación de estar ofreciendo mayor y mejor contención y, además, una posibilidad terapéutica real, de ayuda eficaz contrasta con la vivencia anterior donde la sobrecarga y la impotencia tenían mucha más presencia.
2.7. LA HETEROGENEIDAD
No quisiera cerrar este epígrafe sin hacer alusión a un aspecto más que también juega su papel y que tiene que ver con el concepto de “heterogeneidad” a la hora de incluir pacientes en el grupo. No sé si se trata de un prejuicio mío o es una cuestión más general pero a veces parece que arrastramos la idea de que el Psicoanálisis Multifamiliar fuera, en su planteamiento inicial, una terapia para psicóticos. Sin embargo sí creo que este encuadre incide de manera especial en los aspectos pregenitales, en las dificultades de desarrollo tempranas. Estas dificultades están más presentes en los psicóticos pero, en mayor o menor medida, casi todos los seres humanos participamos de ellas y son, en mi opinión y como ya dije antes, la principal fuente de sufrimiento psíquico independientemente del diagnóstico estructural.
Siguiendo la metáfora de Freud y el ejercito de soldados retenidos en batallas más o menos arcaicas que no están disponibles para conquistar nuevos territorios, parece entendible que si conseguimos ir desatando nudos de las etapas más tempranas, el tren de desarrollo contará con más energía disponible para seguir avanzando, sea la que sea la estación intermedia en la que ha quedado retenido. Sin embargo, el tratamiento simultaneo de personas distintas, con diagnósticos y conflictivas diferentes vuelve a parecer una tarea compleja.
Desde la teoría psicoanalítica entendemos que, desde el punto de vista técnico, el abordaje de la conflictiva obsesiva o histérica es distinto del de la cuestión narcisista y de las psicosis. Sin embargo, no hay un mensaje distinto que ofrecer a unos y otros (o quizás ni siquiera hay un mensaje común). A pesar de todo, la apuesta de la heterogeneidad no va exenta de algunas fantasías de posible perjuicio, a veces con los más frágiles que podrían confundirse más, y otras con los más maduros que podrían regresar a posiciones más arcaicas.
La experiencia, lo que nos dice es que no ocurre ni una cosa ni la otra. Más bien, las vivencias de cada uno, la puesta en escena de cada dificultad, ofrece una posibilidad para pensar que enriquece a todos. De hecho, la homogeneidad del diagnóstico resulta imposible cuando incluimos a familiares, muchas veces supuestamente sanos. En nuestros grupos, que empezaron con familias de psicóticos y narcisistas, el criterio de inclusión tendría más que ver con que se trate pacientes difíciles y con dificultades familiares que con ningún diagnóstico en particular. En mi caso, diría incluso que el principal criterio de inclusión es la angustia del terapeuta (o sea, la mía). Cuando llevábamos algo menos de un año incluimos también dos pacientes diagnosticados del Trastorno Obsesivo Compulsivo con sus familias cuya mejoría también nos resulta evidente y cuyas aportaciones al grupo resultan de gran interés para todos.
3. A MODO DE CONCLUSIONES
Para intentar concluir este trabajo me planteo, en primer término, pensar cómo he llegado hasta aquí. Tal y como he explicado antes, llegué al psicoanálisis buscando obtener herramientas teóricas y técnicas, diagnósticas y terapéuticas para poder ayudar a mis pacientes, a los enfermos mentales que sentía tratar insuficientemente desde modelos más biologicistas. Como médico, aprendí a utilizar los psicofármacos a los que reconozco su utilidad y que sigo usando convencido de que en algunos casos son imprescindibles y casi siempre útiles, pero también muchas veces insuficientes.
Por otra parte, la teoría psicoanalítica me resulta clarificadora para entender los avatares psíquicos de mis pacientes y me aporta eficacia en las intervenciones pero resulta pobremente aplicable en el contexto de la Sanidad Pública, donde trabajo.
El Psicoanálisis Multifamiliar ha sido para mí un gran descubrimiento por su capacidad de articular la teoría psicoanalítica con la práctica psiquiátrica, sobre todo porque permite acceder al tratamiento de algo, hasta ese momento casi inaccesible en el sistema público y de muy difícil acceso también en el ámbito privado: la trama enfermante, los aspectos pregenitales, la relación de objeto simbiótica… y disolver así, espero que en muchos casos, el enredo en el que se encuentran bloqueados los pacientes más graves y sus familias. Esta disolución abre paso al crecimiento de un yo más auténtico, con mayor capacidad de distinguirse en la realidad externa y de manejarse así ante las dificultades que se le planteen tanto dentro como fuera.
Mi experiencia es, como ya he dicho, que primero lo pusimos en marcha, después empecé a ver resultados y por último me queda intentar encontrar la raíz de su eficacia.
A modo de conclusiones diré que creo que el Psicoanálisis Multifamiliar es una herramienta útil para tratar los aspectos profundos de la enfermedad mental gracias a las siguientes características:
1.- La ausencia de programa y plazos, en coincidencia con el Psicoanálisis bipersonal, que permite al enfermo mental ir desplegando conflictos y darse cuenta dentro de su propio proceso sin exigencias del exterior y sin incidir en el fantasma del abandono.
2.- El beneficio del contexto grupal, donde pueden verse los conflictos en el espejo de los otros, sin la necesidad de exponer la propia identidad, ni de realizar una relación terapéutica transferencial, en muchos casos insostenible.
3.- El abordaje familiar que permite la atención a las familias, el mejor manejo de sus propios conflictos y desde ahí la posibilidad de sumarse a la solución en lugar de seguir siendo parte del problema.
4.- La reparación de la confianza que permitirá el acercamiento de un tercero que ayude desde fuera a salir del enredo.
5.- El cambio en la mentalidad de los terapeutas que empezamos a considerar posibilidades que antes nos parecían imposibles, tanto en lo que atañe a los pacientes mentales y a sus familias, como a nuestra capacidad de prestarles la ayuda necesaria.
Dicho todo esto quisiera añadir que no creo que el Psicoanálisis Multifamiliar sea tampoco la panacea que sirve para todo. Creo que, quizás por su carácter grupal, tiene también algunos inconvenientes importantes. En primer lugar pienso que es un espacio que no permite “hilar tan fino” como el Psicoanálisis bipersonal. Alejarse tanto de la concepción del terapeuta como pantalla blanca sobre la que uno pueda desplegar todas sus proyecciones, vacíos, deseos… etc. impide también el crecimiento, desarrollo y quizás resolución de buena parte de los conflictos inherentes al ser humano. La presencia de los otros tiene sus ventajas, pero su falta, también. De todos modos, tomo de Winnicott la idea de que, para poder estar solo (como exige de alguna forma el psicoanálisis ortodoxo) es necesario haber estado antes bien acompañado.
Agradezco del Profesor Badaracco la opinión de que es articulable no solo con la psiquiatría tradicional sino también con el psicoanálisis más ortodoxo, entre otras muchas disciplinas, y por tanto podría tratarse de prácticas complementarias. Es probable que haya cuestiones más fácilmente resolubles en un contexto grupal, ante la mirada de los otros, y otras que encuentren mejor salida cuando el que mira está, pero no está. Pienso también que por su capacidad de resolver las dificultades de los primeros estadios del desarrollo psíquico, puede ser la herramienta que permita a muchas personas acceder a modelos psicoanalíticos más clásicos de los que quedaron inicialmente excluidas.

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