Claves para evitar accidentes en el agua

Noticias de Ciencia/Salud: Domingo 13 de diciembre de 2009 Publicado en edición impresa
Para disfrutar sin riesgo de las piletas y los deportes acuáticos
Pediatras elaboraron un documento para prevenir el ahogamiento, que es la segunda causa de muerte en menores de 15 años
Fabiola Czubaj
LA NACION
El calor ya invita a zambullirse en la pileta o a preparar el kayak o la moto acuática para disfrutar del río o del mar. Por eso es muy oportuno tomar algunas precauciones con los chicos y los adolescentes para evitar los accidentes.
Pero ¿cuál es el mejor chaleco salvavidas? ¿Hay que usar casco para andar en moto de agua? ¿Sirve la matronatación para aprender a nadar? ¿Cuándo se considera segura una pileta? ¿Conviene zambullirse en un espejo de agua? ¿Cuándo es seguro llevar un bebe a bordo?
Las respuestas, elaboradas por un grupo de pediatras especializados en prevención de accidentes, ayudan a evitar el ahogamiento, la segunda causa de muerte en los menores de 15 años. "La «noción del peligro», que es un conjunto de percepciones y aprendizajes que resguardan la integridad física, se adquiere a alrededor de los 4 años", precisan los autores del Consenso Nacional de Prevención del Ahogamiento de la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP).
Esa es la mejor edad para empezar con las clases de natación, que suelen ser más efectivas cuando están a cargo de un profesor y no de un familiar. El contacto previo con el agua, como ocurre con la matronatación, "sirve para que el chico tome confianza con el agua y que aprenda a disfrutar y a respetar el agua, pero no para que aprenda a nadar ni a mantenerse a flote; además, puede generar en los padres una falsa sensación de seguridad. Con la primera bocanada de agua que traga un chico, ya no puede gritar ni pedir ayuda", explicó el doctor Carlos Nasta, presidente de la Subcomisión de Prevención de Accidentes de la SAP y redactor del documento.
Junto con él, 38 pediatras revisaron todas las normas nacionales e internacionales para prevenir los factores de riesgo asociados con las actividades en el agua de chicos y de adolescentes. El trabajo reveló una gran desorganización de esas normas. "Existe una gran desinformación y una gran dispersión de la información, que también es ambigua, contradictoria o deformada. Esto es apenas un puntapié fundacional a un documento serio y ordenado."
El chaleco, incluido para los menores de 4 años, se debe comprar según el peso y no la edad de los chicos. Debe mantenerlos a flote, con la cabeza fuera del agua; tener una abertura en el frente, con tres broches de seguridad como mínimo y una correa no extensible, que una la parte delantera y trasera por la ingle con un broche.
Los expertos desaconsejan el uso de brazaletes inflables, colchonetas, cámaras de automóvil o los salvavidas anulares clásicos de las embarcaciones porque "no ofrecen ninguna garantía", ni siquiera en una pileta segura.
En los arroyos, los ríos, las lagunas o el mar, la turbidez, los pozos de agua y la contracorriente actúan como "trampas" para los chicos, ya que facilitan el desplazamiento del cuerpo al sumergirse e impiden reconocer rápidamente signos de agotamiento. Para ingresar en un espejo de aguas oscuras, recién a partir de los 8 o 10 años, un chico debe hacerlo caminado lentamente y de la mano de un adulto. La primera inmersión es conveniente hacerla con zapatillas livianas para evitar lesiones.

Edades adecuadas para navegar
El consenso recomienda no llevar a pequeños de hasta 2 años a bordo de embarcaciones de remo (kayaks, canoas, piraguas o botes), con motor fuera de borda (gomones, motos de agua o lanchas pescadoras) o con velas. A partir de los 2 años, pueden hacerlo, pero con chaleco y junto con un adulto que sepa nadar.
El uso del optimist está permitido a partir de los 8 años, con vigilancia; el kayak y la piragua, desde los 10 años con curso de entrenamiento y chaleco; las motos de agua, a partir de los 16 años, a baja velocidad y con el chaleco puesto. "El uso del casco es polémico -se lee en el documento, que se puede conseguir en la SAP-. Sus ventajas ante un vuelco en el agua son obvias. Su desventaja sería la sofocación por la correa de seguridad y el ahogamiento al llenarse de agua."
Siempre, los expertos recomiendan que el responsable de supervisar las actividades en el agua no se distraiga, tenga visión directa de los chicos y conozca las maniobras de reanimación cardiopulmonar (RCP), que evitan la muerte inminente.

CHICOS ROCIADOS CON PESTICIDAS TRABAJAN COMO BANDERAS HUMANAS.

Quien sabe que se comete un crimen y no lo denuncia es un cómplice

José Martí

El 'mosquito' es una máquina que vuela bajo y 'riega' una nube de plaguicida.

'A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza'.
Gentileza de Arturo Avellaneda arturavellaneda@ msn.com


LOS NIÑOS FUMIGADOS DE LA SOJA

Argentina / Norte de la provincia de Santa Fe

Diario La Capital

Las Petacas, Santa Fe, 29 septiembre 2006

El viejo territorio de La Forestal, la empresa inglesa que arrasó con el quebracho colorado, embolsó millones de libras esterlinas en ganancias, convirtió bosques en desiertos, abandonó decenas de pueblos en el agujero negro de la desocupación y gozó de la complicidad de administraciones nacionales, provinciales y regionales durante más de ochenta años.
Las Petacas se llama el exacto escenario del segundo estado argentino donde los pibes son usados como señales para fumigar.
Chicos que serán rociados con herbicidas y pesticidas mientras trabajan como postes, como banderas humanas y luego serán reemplazados por otros.
'Primero se comienza a fumigar en las esquinas, lo que se llama 'esquinero'.
Después, hay que contar 24 pasos hacia un costado desde el último lugar donde pasó el 'mosquito', desde el punto del medio de la máquina y pararse allí', dice uno de los pibes entre los catorce y dieciséis años de edad.
El 'mosquito' es una máquina que vuela bajo y 'riega' una nube de plaguicida.
Para que el conductor sepa dónde tiene que fumigar, los productores agropecuarios de la zona encontraron una solución económica: chicos de menos de 16 años, se paran con una bandera en el sitio a fumigar..
Los rocían con 'Randap' y a veces '2-4 D' (herbicidas usados sobre todo para cultivar soja). También tiran insecticidas y mata yuyos.
Tienen un olor fuertísimo.

'A veces también ayudamos a cargar el tanque. Cuando hay viento en contra nos da la nube y nos moja toda la cara', describe el niño señal, el pibe que será contaminado, el número que apenas alguien tendrá en cuenta para un módico presupuesto de inversiones en el norte santafesino.
No hay protección de ningún tipo.
Y cuando señalan el campo para que pase el mosquito cobran entre veinte y veinticinco centavos la hectárea y cincuenta centavos cuando el plaguicida se esparce desde un tractor que 'va más lerdo', dice uno de los chicos.
'Con el 'mosquito' hacen 100 o 150 hectáreas por día. Se trabaja con dos banderilleros, uno para la ida y otro para la vuelta. Trabajamos desde que sale el sol hasta la nochecita. A veces nos dan de comer ahí y otras nos traen a casa, depende del productor', agregan los entrevistados.
Uno de los chicos dice que sabe que esos líquidos le puede hacer mal: 'Que tengamos cáncer', ejemplifica. 'Hace tres o cuatro años que trabajamos en esto. En los tiempos de calor hay que aguantárselo al rayo del sol y encima el olor de ese líquido te revienta la cabeza.
A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza', dicen las voces de los pibes envenenados.
-Nos buscan dos productores.
Cada uno tiene su gente, pero algunos no porque usan banderillero satelital.
Hacemos un descanso al mediodía y caminamos 200 hectáreas por día.
No nos cansamos mucho porque estamos acostumbrados.
A mí me dolía la cabeza y temblaba todo. Fui al médico y me dijo que era por el trabajo que hacía, que estaba enfermo por eso', remarcan los niños.
El padre de los pibes ya no puede acompañar a sus hijos. No soporta más las hinchazones del estómago, contó. 'No tenemos otra opción. Necesitamos hacer cualquier trabajo', dice el papá cuando intenta explicar por qué sus hijos se exponen a semejante asesinato en etapas.
La Agrupación de Vecinos Autoconvocados de Las Petacas y la Fundación para la Defensa del Ambiente habían emplazado al presidente comunal Miguel Ángel Battistelli para que elabore un programa de erradicación de actividades contaminantes relacionadas con las explotaciones agropecuarias y el uso de agroquímicos.
No hubo avances.
Los pibes siguen de banderas.
Es en Las Petacas, norte profundo santafesino, donde todavía siguen vivas las garras de los continuadores de La Forestal.
Fuente: Diario La Capital, Rosario, Argentina

domingo, 16 de enero de 2011

El proceso de des-identificación de las identificaciones enloquecedoras a través de un ejemplo clínico.

14/ene/2011 · Avances en salud mental relacional. 2010 Abr;9(1)

Autor-es:
María Elisa Mitre (Psicóloga clínica, psicoanalista)
Buenos Aires. República Argentina


Resumen
En este trabajo la autora desarrolla el proceso terapéutico de una paciente borderline, adicta a la cocaína, con actuaciones severas. Plantea, con su experiencia de trabajar con pacientes graves durante muchos años, que lo que se le presenta como lo más dificultoso en un tratamiento es transitar los momentos de des-identificación de las identificaciones enloquecedoras, donde los pacientes están más expuestos a las recaídas; en este momento del proceso terapéutico, en donde el paciente está “mejor” pero se siente peor, porque lo nuevo es demasiado nuevo e intentan llenar el vacío de la des-identificación con más actuaciones, porque muchas veces ese vacío es confundido con el vacío que los llevó a enfermarse.

Esto, dice la autora, resulta también un problema bastante complejo en los equipos terapéuticos, porque al igual que los padres, muchos terapeutas no pueden percibir que es un momento fundamental dentro del proceso terapéutico, y creen que las recaídas significan que el paciente “volvió a fojas cero”. Para ella es en ese momento donde se juega el destino de esa persona que sufre y de las personas que hacen sufrir. En esos momentos de des-identificación, los pacientes están “en carne viva” y necesitan que los acompañemos mucho. Suele ser en esta etapa de “desprendimiento” en que pueden surgir las ideas suicidas. Estas personas con poder patógeno, que hacen sufrir, esos personajes externos e internos (los otros en nosotros), actuaron siempre desde interdependencias patógenas y patológicas, donde tanto el hijo como los padres funcionaron mutuamente como “un veneno necesario”.


1. INTRODUCCIÓN

Creo que es conveniente en este punto citar textualmente a García Badaracco:
“[…] la natural tendencia de los niños a la idealización de las figuras parentales, en vez de ser
neutralizada por una actitud realista de los padres, es fomentada por éstos con el objeto de permanecer
idealizados e indispensables para el hijo que, en estas condiciones, vivencia como catastrófica la
amenaza de abandono y está dispuesto a cualquier sacrificio o renunciamiento para poder seguir
recibiendo ese “alimento afectivo” que sea ha convertido en un “veneno necesario”, que es el origen de
todas las adicciones.” Tanto a hijos como a padres les resulta muy difícil en esa simbiosis patológica
pasar de la relación de dos a la relación de tres. Dos de esta manera, en esta díada casi diabólica,
impiden la inclusión de un tercero (terapeuta) porque viven la situación de separación “casi” como una
muerte. Estas actitudes que impiden el desprendimiento del otro que hace sufrir, provocan reacciones
terapéuticas negativas sistemáticas (a repetición), y que hacen que los pacientes se transformen en
especialistas del no-cambio. Es allí donde muchas veces fracasa el tratamiento.

En un psicoanálisis bipersonal no es fácil visualizar la presencia del otro que hace sufrir. Es en el
contexto multifamiliar donde vemos con más claridad, como en un laboratorio humano, el accionar de
los otros que hacen sufrir, a través de palabras o actitudes, y donde participantes del grupo van
transmitiendo desde sus vivencias, más salud dentro de la trama enfermante, permitiendo de esta
manera que el círculo vicioso se vaya transformando paulatinamente en círculo virtuoso. Tenemos que
tener en cuenta que el poder enfermante o curativo para un enfermo está relacionado con “como se
siente ‘mirado’ por los demás”. Este “darse cuenta” en el campo de la relación es el “sostén” más
importante que se puede ofrecer al otro que sufre. Partimos de la base que en todo ser humano existe
una ‘virtualidad sana potencial’ que debemos respetar y reconocer desde el comienzo para que pueda ir
desarrollándose. Esas presencias exigentes que invaden y enloquecen someten al yo vulnerable, que
mediante reproches y reclamos, busca que se le reconozca el nivel de sufrimiento.
2. COMIENZO DEL PROCESO TERAPÉUTICO
Lucía asistió por primera vez al Grupo de Psicoanálisis Multifamiliar –GPM- con su padre; allí
contó desesperada que no podía dejar de maltratar a su hijo ni abandonar la ingesta compulsiva de
drogas. Lucía pasaba los días con su hijo en una plaza, poblada de alcohólicos y adictos graves, gente
violenta, en donde su propia violencia era permanentemente realimentada por los otros. Debido a las
graves actuaciones auto-destructivos, comenzó a concurrir también a la Comunidad Terapéutica. El
tratamiento de esta paciente grave fue posible debido a su concurrencia al GPM coordinado por
nosotros —donde se incluyó a la familia, que inició así su propio proceso terapéutico—, al trabajo en
equipo de la comunidad terapéutica psicoanalítica de mi Clínica de Día y a la terapia individual (que
inició conmigo).
Lucía había vivido siempre en un clima de violencia en su casa. Pablo, su padre, también había
sido alcohólico y adicto a tal punto, que un día —como él mismo nos lo relató— no pudo tolerar más el
nivel de sufrimiento generado por la droga y tuvo un intento de suicidio grave. Cuando Pablo dejó la
clínica donde fue internado, reincidió nuevamente en las drogas y el alcohol. Maltrataba
constantemente a María, su mujer, (madre de Lucía y sus dos hermanas, que rezaban en el pasillo frente
a tanta violencia), hasta que un día desapareció, abandonando a sus hijas en manos de María. Luego del
abandono de su marido, María se convirtió en alcohólica, tuvo varios intentos de suicidio, y la encargada
de ayudarla era Lucía. Le sacó la cabeza del horno, las pastillas de las manos, y así sucesivamente. Allí
comenzó su derrumbe personal. Mientras ayudaba a su madre para que no se matara, salía corriendo a
anestesiarse con la droga para neutralizar el nivel de sufrimiento, porque aún no había desarrollado recursos yoicos genuinos suficientes para enfrentar esta situación. Esto creó una reacción compulsiva
automática que fue muy difícil abordar más adelante en el proceso terapéutico.
Al comienzo de su proceso terapéutico, Lucía, invadida por estas presencias enloquecedoras, no
podía ni escuchar ni pensar. El funcionamiento mental de estos pacientes, inherente a la situación
traumática, es un actuar dentro de esa mente con poca capacidad de simbolización. Sabemos que la
compulsividad del funcionamiento mental siempre está ligada a situaciones traumáticas. El brote
psicótico sería una condensación de situaciones traumáticas que nunca pudieron ser expresadas, ni
habladas, ni compartidas con nadie. Son formas estructuradas del funcionamiento mental para
neutralizar el sufrimiento psíquico y emocional. Cuando la persona comienza a hablar, desde ese
funcionamiento mental rígido que necesita mantener para bloquear las emociones, lo hace desde la
necesidad de vehiculizar reproches vengativos y compulsivos dirigidos a los objetos parentales de la
infancia.
Una de las primeras veces que Lucía asistió al Grupo de Psicoanálisis Multifamiliar, una
terapeuta le hizo una interpretación psicoanalítica clásica. Lucía la miró con odio y gritó: “No te entiendo
nada, no sé de lo que hablás, ni siquiera sé quién sos”. La interpretación quizá era correcta, pero es muy
importante saber que los pacientes mentales —en este caso en especial, Lucía—, en el comienzo del
proceso terapéutico tienen una virtualidad sana que es como la de los niños; es por eso que hay que
tener en cuenta que el paciente necesita que se le hable y se lo mire de una manera que le dé seguridad
y le genere confianza, para poder ‘contar con’, quizás por primera vez en su vida. Se requiere bastante
tiempo para que el paciente se atreva a entregarse a una relación terapéutica y ser ayudado. Porque
entregarse a una situación de dependencia —aunque sea sana— implica abandonar la omnipotencia y la
soberbia con que se mantienen los síntomas, y pone también en evidencia la vulnerabilidad subyacente
a la soberbia, que representa necesitar a alguien.
Lucía hablaba en una jerga incomprensible para nosotros, identificándose con la gente de la
plaza, utilizando una “voz” que no parecía salir de ella. Para Lucía, los demás eran “caretas” (los que no
se drogan) y contaba las cosas más promiscuas con la mayor naturalidad. La promiscuidad de Lucía era
en realidad una necesidad de fusión muy primitiva con un otro, que no tiene nada que ver con una
sexualidad verdadera. En la Comunidad se sentía perseguida y cualquier tema que se trataba en el grupo
lo tomaba a nivel personal, amenazaba con golpear a todo el mundo, pegaba portazos y una vez, en una
reunión con su padre gritó: “Me voy para no pegarte”, y se escapó a la plaza, gritando que iba a buscar
al “puntero“ (proveedor de drogas), porque se quería destruir. Esa misma tarde se alcoholizó en un bar
cerca de la plaza, y como tardaban en servirle se violentó y rompió la vidriera. Llegó la policía y estuvo
presa dos días hasta que su padre fue a buscarla.

Lucía repetía la situación traumática de toda la vida porque volver a la plaza y estar con estos
personajes violentos era una forma de revivir la violencia que había vivido en su infancia. Si bien la
volvían a frustrar, esto le daba una pseudo-seguridad patológica. Simultáneamente ella, identificada con
esos padres frustrantes que nunca la habían “mirado” nos hacía sentir la frustración y la impotencia que
ella misma había sufrido. Frustrar al otro significa neutralizar el efecto que el otro produce. Además, se
daba un círculo vicioso, donde intentaba aplacar la terrible ansiedad y el sentimiento de culpa que le
provocaba maltratar a su hijo y a los demás, y corría compulsivamente a la plaza para anestesiarse con
las drogas y reunirse con esas personas que no sólo no la aceptaban, sino que le robaban y la golpeaban
(muchas veces llegaba a mi consultorio con un ojo negro o con el labio partido).
La falta de cuidado de sus padres le hizo imposible cuidarse a ella misma.
Su incapacidad de reflexión le impedía pensar en la muerte real que se podía provocar al inyectarse
cocaína con gran frecuencia. Posteriormente, Lucía se casó con un hombre que conoció en el grupo de
Narcóticos Anónimos, según ella: “el peor de todos”. Con esta relación, Lucía quedó embarazada, previo
a que ambos dejaron de consumir, y en los comienzos del embarazo comenzó a conocer la ternura a
través de su hijo. Se le despertaban vivencias y emociones que nunca había tenido. El día del parto,
Marcos, su marido, tuvo un brote psicótico y desapareció por un tiempo; es común en estos pacientes
graves con distintos diagnósticos, que vivan el nacimiento de un hijo como un “intruso” que les va a
robar el amor de su madre, porque aún no tienen resuelta la conflictiva edípica.
Lucía quedó a merced de un mundo hostil donde estaba sola. La familia nunca fue a verla porque era un
hijo bastardo de un “padre loco”. Allí comenzó a sentirse sola y abandonada como en su infancia y
actuaba, como ella decía, desde la ira. En realidad la ira y la violencia son mecanismos defensivos para
neutralizar la vivencia de indefensión y sufrimiento psíquico. Empezó a ponerse intolerante con su hijo y
también a consumir drogas y alcohol.
La droga también funcionaba como una “coraza” psicológica. Ella afirmaba: “Yo sólo puedo
atender a mi hijo si tomo drogas. Necesito estar anestesiada”. Yo le decía que conectarse con su hijo
actualizaba vivencias de su infancia, donde ella, llorando, pedía y jamás era escuchada, más bien era
descalificada. Esa vivencia de desamparo le resultaba invivible, e identificándose con esa madre
alcoholizada, que le pegaba o gritaba, repetía lo mismo con su hijo. Con drogas funcionaba como un
“robot”, en forma expeditiva pero automática. Yo sabía que el camino dentro del proceso terapéutico
de Lucía debía transitar por experiencias enriquecedoras que proveyeran un desarrollo de recursos
yoicos genuinos que a su vez le permitieran compartir las situaciones traumáticas y hacer vivible lo
invivible.

Pablo, su padre, era un hombre despectivo, soberbio, que presentaba a su hija a sus amigos
como “una drogadicta sin retorno”, humillándola públicamente. En un grupo manifestó: “No me quiero
encariñar con mi hija, porque en cualquier momento se va a morir”. También le decía: “Tu madre nunca
tuvo cerebro, a veces te pareces a ella”. Relataba historias sobre sus experiencias con la droga y de la
cantidad de mujeres que había tenido. Estos comentarios desencadenaban una gran violencia en Lucía,
que seguramente desde pequeña, frente a sus angustias y temores, no había sido ni mirada ni
escuchada; por el contrario, esas angustias interiores habían sido amplificadas y aumentadas por sus
padres. Lucía me contó que desde que era niña hasta el día de hoy mantenía en su casa un altar con
vírgenes y santos, donde rezaba como una chiquita sola: “Jesusito, Jesusito, por favor ayúdame”.
Cuando contaba esto, aparecía la ternura. Debemos prestar atención especial a las primeras
manifestaciones sanas que empiezan a aparecer: la ternura, la capacidad de compartir emociones, de
escuchar, un asomo de sentido del humor, que son los comienzos de esa ‘virtualidad’ sana que nos
permite darnos cuenta que el paciente está mejor, y que inclusive se nos hace más querible. Nadie se
imaginaba las dificultades que tenía. Se expresaba de una forma inteligente aunque superficial, y no
hablaba jamás acerca de sus verdaderos sentimientos ni vivencias, que permanecían ocultas como un
secreto casi místico. Fue fabricándose así una coraza protectora que la hacía encerrarse cada vez más en
un mundo autista que nadie conocía.
Lucía solía cortarse los brazos y el cuerpo. A través de sus actuaciones, esto la llevaba a
provocarse un sufrimiento aún mayor para sentirse viva. El actuar psicopáticamente sobre su cuerpo,
representaba un “mal menor” que conectarse con su gran sufrimiento. La vivencia era de “estar muerta
en vida”. Lucía tenía una identificación entrecruzada con la madre; a veces era la madre alcohólica de la
infancia y la adolescencia, que le gritaba, la maltrataba y tenía intentos graves de suicidio; y en la
actualidad, se identificaba con una madre casi autista, bloqueada en sus emociones, deprimida y
rogando en silencio que la dejen en paz. Lucía la veía como una momia, “muerta en vida”, la desconoce
y se asusta del mutismo de esta madre estática. Muchas veces ese hacer ruido y gritar es para despertar
—entre otras cosas— a esa madre “muerta en vida” fuera y dentro de ella. Esa vivencia de muerte le
resulta intolerable, pero a pesar de todo, la sigue cuidando. Suele llevarle comida y le da de comer en la
boca como si fuera una niña pequeña: “Me da mucha pena verla a mamá mirando TV tantas horas, con
un vaso de whisky en la mano, y también me da mucha pena que nadie la ayude como me ayudan a mí”.
Supe de inmediato que tenía que incorporar más a esa madre, y que aunque Lucía hablara mal de ella,
su verdadero deseo era que alguien la pudiese ayudar. Como muestra de esa vivencia de vacío o muerte
que la llevó a la enfermedad, transcribo un párrafo de una carta que Lucía me leyó: “Ayer a la noche
tenía miedo, sentía un gran vacío, casi de muerte, y traté de acunarme. Cerré los ojos, respiré, recordé el
grupo del día anterior, y traté de no darle cabida a la locura de mi mente, a los pensamientos negativos; de sentir mi interior, ese espacio infinito donde todo está bien”. Fue en ese momento del proceso
terapéutico de Lucía en que comenzó a reflexionar y pensar, dejó de maltratar tanto a su hijo y empezó
a hablar de él con ternura. Me decía: “Ahora tengo un espacio dentro mío que me permite reflexionar
antes de salir corriendo a la plaza”. Podemos pensar que se estaban desgastando las identificaciones
patógenas, en la medida en que la compulsión a la repetición dejaba espacio para la reflexión.
Fue en ese momento del proceso terapéutico que Lucía pudo reflexionar y pensar y dejó de
maltratar tanto a su hijo, ocupándose de él con más ternura. Un viernes me dijo, con la cara reluciente y
los ojos brillantes: “Es la primera vez que puedo decir que me siento bien y en paz”. Esa noche, Lucía
desapareció y estuvo consumiendo como nunca, durante todo el fin de semana.
Podemos pensar la hipótesis de que Lucía se asustó de ese “clima de paz”, en la medida en que
se iba atenuando el clima de violencia que tantos años la había “habitado”.
Este ejemplo pone de manifiesto la lucha que existe entre el abandono de ese otro que provoca
sufrimiento —pero que es indispensable para la vida emocional del sí-mismo verdadero— y la inclusión
de otro que lo pueda ver desde su verdadera esencia y que no lo hace sufrir. Lucía decía: “Yo no sé qué
es lo que tengo dentro mío que salgo con entusiasmo para ir a terapia o los grupo , pero hay algo que
me retiene dentro de mi cabeza que me lleva a la plaza a drogarme, es como una fuerza que no puedo
parar y que no sé de donde viene”. Luego me dijo en la terapia individual que su madre le había dicho
que para qué iba a la clínica o a los grupos, que no le servían para nada, que la veía mucho peor. Cuando
le dije que deseaba tener una entrevista con su madre, me expresó su temor, diciendo que no
solamente creía que esto no le iba a servir, sino que hasta podría provocar su muerte. Aquí se pone en
evidencia cómo muchas veces el paciente vive la des-identificación como la ruptura de una complicidad
o un abandono, que hasta a veces provoca la sensación de que el otro puede llegar a morirse en la
realidad. A diferencia de otras veces, Lucía me llamó asustada, llorando, contándome toda la situación.
Me pidió que si estas recaídas se reiteraban, que la internáramos, porque vivía el consumo casi como
una posesión demoníaca, 3 que la invadía cuando ella estaba mejor. Era también una puesta a prueba
para ver si yo la seguía queriendo, a pesar de todas estas recaídas. Me ponía a prueba también para ver
si yo tenía recursos yoicos genuinos suficientes para enfrentar a esos personajes parentales internos,
que la hacían actuar desde las interdependencias recíprocas patógenas.
El padre acompañó a su hija en todo este proceso, asistía puntualmente a todos los Grupos de
Psicoanálisis Multifamiliar –GPM- con su segunda mujer, y estableció con el Dr. García Badaracco y
conmigo un vínculo donde sentía que nosotros éramos como sus padres, unos padres distintos a los que
había tenido, que lo miraban desde otro lugar.

Pablo comenzó un proceso terapéutico simultáneo en el contexto del GPM. Al comienzo, se
conducía de forma omnipotente; igual a Lucía, evitaba el contacto con sus emociones, incluso dijo una
vez que si su mujer o sus hijas se acercaban con cariño o con tristeza, automáticamente se le despertaba
una sensación de rechazo y se alejaba. Es como si él estuviera poniendo en escena, una y otra vez, la
relación con sus propios padres internos. Dentro de su cabeza estaba funcionando como el chico
necesitado que pedía cariño, y la madre que lo rechazaba. Solía decir que extrañaba el clima de violencia
con el que había convivido toda su vida. El poder hablar de “extrañar el clima de violencia” ya ponía en
evidencia que Pablo se estaba des-identificando de su padre (violento y “nazi”), y podía hablar más
desde él mismo. Comenzó a respetar más a su hija y a su mujer, y había comenzado a dar y a recibir
afecto.
El contexto de GPM permite que padres e hijos puedan conocerse por primera
vez en su vida. Al principio se comunican a través de personajes, que actúan como “caricaturas” de sus
padres, por las identificaciones con ellos. Se enfrentan desde sus corazas, que impiden que desde ambas
partes se conecten desde lo más genuino. El padre le grita a su hijo desde su coraza y quiere tener razón
desde una lógica aplastante, y el hijo, también desde su armadura, le grita a ese padre queriendo tener
también la razón. Nuestra labor consistirá en que cada uno pueda comenzar a respetar la vivencia del
otro aunque piense que el otro no tenga razón. Esta trama, que puede resultar dilemática en la terapia
bipersonal, se desarma en el ámbito del GPM. Pablo gritaba a viva voz: “Sos una desagradecida, nunca
me decís gracias, ni que me querés”. Lucía, a su vez, le respondía: “Te odio, te odio, ojalá te mueras”.
Uno de los coordinadores, rescató a Lucía detrás de su armadura, y dijo: “Lucía está sufriendo y aún no
puede decirle todo lo que lo quiere, pero la veo como a una niña pequeña que detrás de esa violencia le
está pidiendo a gritos que la descubra”. Esto permitió que los demás miembros del grupo, que muchas
veces rechazaban a Lucía por su forma de maltrato, gracias a la intervención de esta terapeuta,
pudieron reconciliarse con ella. Podemos decir que el proceso de reconciliación es uno de los procesos
más valiosos que pueden suceder en el grupo y en todos los seres humanos. Al escuchar esto, Lucía se
sorprendió, y Pablo comenzó así a mirar a Lucía y ambos pudieron descubrirse “detrás” de las corazas.
Esto es una trama universal de todos los pacientes, que se tiene que dar sí o sí para realizar un
verdadero proceso terapéutico.
El siguiente es un extracto de una carta escrita por Lucía, que me mostró en la terapia individual:
“Estoy en la oficina y llega papá, y por primera vez me dice cosas lindas. Hoy está de buen humor. Yo
siento que él me está viendo a mí a través de cómo me ven ustedes. Me está valorizando, creo que me
está conociendo y yo a él. Por primera vez en la vida me trata bien y de pronto me tranquilizo, porque
desde que están en mi vida y asisto a los grupos, estoy menos sola. Pero a veces desconfío, me quejo y sigo temiendo a la vida, a esa vida tan dolorosa, de tanta soledad y sigo creyendo que quizás esa guerra
nunca va a terminar”.
A través de este ejemplo podemos observar que de esta manera y rescatando la virtualidad
sana, por detrás de las identificaciones patológicas de ambos, el padre puede conocer por primera vez a
su hija y su hija por primera vez a su padre. Comienza entonces a surgir cada vez más la ternura entre
Lucía y su padre. Las peleas entre ellos dos terminaron y pueden hablar cada vez más desde un respeto
mutuo. Lucía, en este proceso de des-identificación, comenzó nuevamente con las actuaciones. Hubo un
momento en que tuve una vivencia que me provocó mucho sufrimiento, pensé que Lucía iba a seguir
siempre repitiendo. Como muchas veces hacen los padres, no podía tolerar la incertidumbre. Hacía
mucho tiempo que esto no me ocurría, quizás también influyó el escepticismo en el equipo, y empecé a
“actuar” como los padres de Lucía. Me puse exigente, me transformé en un agente de la CIA. Como el
mejor detective, me puse a perseguirla. ¿Te drogaste? ¿A dónde fuiste?, etc., etc., y me convertí en una
persona invasora y exigente. Quedé atrapada en los síntomas, perdiendo de vista la virtualidad sana.
Lucía lo percibió y me seguía poniendo a prueba a los gritos: “¡Me tenés envidia porque nunca fuiste a
una plaza! Lo que me dicen Badaracco y vos no sirve para nada, es demasiado intelectual, no siento
nada!”.
Se había producido en Lucía una reacción terapéutica negativa provocada por mi propia
reacción terapéutica negativa en la contra-transferencia. De pronto sentí lo que planteé al comienzo:
que estaba atrapada en una interdependencia enloquecedora que me hacía sufrir y que seguramente
tendría que ver con mi propia historia, y que en este momento del proceso de desprendimiento o desidentificación
yo estaba reteniendo a Lucía. Se lo dije: “No te estoy permitiendo ser. No te dejo ir”, casi
con lágrimas en los ojos.
Lo auténtico, aunque uno se equivoque, el otro lo percibe como verdadero y lo agradece. Lucía
me lo agradeció en silencio. Pero este proceso terapéutico continúa. En la medida en que se puedan ir
incorporando recursos yoicos genuinos, a través de experiencias nuevas y enriquecedoras, se irán
abriendo espacios mentales para que puedan surgir las vivencias, y a través de ellas realizar un
descubrimiento propio.
Hablo de “descubrimiento propio”, porque si trabajamos a partir de hipótesis universales en los
Grupos de Psicoanálisis Multifamiliar, cada uno puede ir descubriendo a través de las vivencias de los
demás, lo más profundo que quedó disociado de la mente y que puede ir integrando a la personalidad
total cada vez más. Es sólo a través de la participación emocional que surgen las vivencias propias, que a
su vez despiertan emociones y vivencias auténticas en los demás. Si los psicoanalistas tomáramos más
en cuenta este proceso, podríamos trabajar con mucha más tranquilidad. En la medida en que se va desgastando las identificaciones patógenas y las situaciones traumáticas, va transcurriendo
silenciosamente el proceso terapéutico, con el desarrollo de recursos yoicos genuinos.
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